Una ruta de Castro Marim a Tavira, por el Algarve más próximo a España, nos descubre un antiguo mundo de playas casi infinitas, castillos y elegantes arquitecturas pombalinas.
Cacela Velha está encaramada, con su fuerte poligonal del XVII, en un altozano desde el que se domina, a vista de gaviota, el extremo oriental del parque natural da Ria Formosa.
Cacela Velha está encaramada, con su fuerte poligonal del XVII, en un altozano desde el que se domina, a vista de gaviota, el extremo oriental del parque natural da Ria Formosa.
La construcción del puente internacional del Guadiana en el año 1991 evitó que más de 150.000 vehículos y un millón de pasajeros se hicieran viejos todos los años esperando el transbordador que unía (y aún une, aunque ya sólo lo usen cuatro turistas nostálgicos) la localidad onubense de Ayamonte y la portuguesa de Vila Real de Santo António. A dos kilómetros de la desembocadura del Guadiana, donde el cauce mide poco más de 400 metros, se alza esta obra del equipo portugués de Cancio Martins, un gigante de 666 metros de longitud, sujeto mediante tirantes a dos pilas en forma de A de más de cien metros de altura. Un puente muy moderno por el que, paradójicamente, se pasa desde España a un mundo de relojes más lentos, de baluartes corroídos por el salitre, de bocadillos a un euro en barquitos del tamaño del pasillo de casa, de chimeneas en forma de minarete, de ventanas enmarcadas en color añil y de camaleones que, camuflados en los retamares, contemplan estupefactos las playas infinitas bordadas de dunas y pinos piñoneros y las marismas crepusculares donde los mariscadores aran con sus legones el lodo fructífero de la bajamar. Es el Algarve oriental. O, como dicen allí, el de sotavento.
El primer pueblo que aparece nada más cruzar el puente tiene un nombre muy bien puesto, bonito a la par que informativo: Castro Marim. Lo de Castro es por el castillo que mandó construir en lo más alto el rey D. Alfonso III a mediados del siglo XIII, no más arrebatarle el lugar a los moros; una fortaleza de piedra negruzca, donde el salitre dibuja los más imaginativos arabescos, que jugó un importante papel en la defensa contra Castilla y los piratas norteafricanos, así como en los viajes de los primeros descubridores —aquí residió, siendo gobernador de la Orden de Cristo, D. Enrique el Navegante—. Desde sus murallas —y con esto, se explica la segunda parte del nombre— se dominan las marismas del Sapal de Castro Marim e Vila Real de Santo António, una reserva natural que se extiende sobre más de 2.000 hectáreas del estuario del Guadiana y que es de buena querencia de multitud de aves, señaladamente espátulas y flamencos. Casi la tercera parte de este espacio está consagrado a la extracción de sal, una labor que, aunque muy mecanizada en los últimos tiempos, todavía puede dejar en la retina del pasmado viajero la imagen de los acarreadores en camiseta de tirantes, cruzando los canales a través de cimbreantes tablones, con capachos rebosantes de sal sobre las cabezas.
Blancas como la sal son las casas que se acurrucan al pie del castillo, y esas chimeneas que, más que a alminares, como insisten las guías, nos recuerdan a farolillos de papiroflexia. Blancas, las ruas empedradas. Blanca, la Praça 1º de Maio, con su escalinata y su iglesia dieciochesca, coronada por una elegante cúpula, de Nossa Señora dos Mártires. Aquí y allá, sin embargo, asoma la pincelada azul en un friso, disiente una fachada naranja, revienta la cochambre multicolor de un comercio…, y la impresión que todo esto crea, junto con el castillo aproado hacia el océano, es la de estar en una colonia tropical, a miles de kilómetros del rancio solar ibérico. Si a nosotros, que somos vecinos, Castro Marim nos parece exótico, imagínense a los ingleses que abarrotan la explanada que hay a la entrada del pueblo con sus autocaravanas y sus bicicletas, un medio de locomoción éste, dicho sea de paso, idóneo para moverse por el nada abrupto litoral.
PUERTOS PESQUEROS. A cuatro kilómetros de Castro Marim se alza Vila Real de Santo António, una población grandecita que fue fundada en 1774 por el ilustrado marqués de Pombal, de ahí sus calles rectilíneas, como trazadas a cordel. Decidido a convertir el nuevo enclave en uno de los puertos pesqueros más importantes del país, el ministro de José I no se anduvo con chiquitas, y en cuanto tomó forma esta villa cuadriculada, mandó quemar el vecino lugar de Monte Gordo y trasladar aquí a sus habitantes. Todo muy razonable, como se ve.
Vila Real, agradecida, le ha dedicado al marqués de Pombal la plaza principal, la más luminosa y monumental, con su obelisco, sus tejados tesoro —estilo pagoda— y su curioso empedrado blanco y negro que irradia del centro dando pie a las más insólitas perspectivas fotográficas. Aquí, y en las calles aledañas, hay varios restaurantes con hermosas terrazas, donde nos estaríamos toda la vida probando distintos platos de bacalao, a cual más suculento y a unos precios del siglo pasado en España. Por cierto, que el bacalao a braz no es a la brasa, sino revuelto con huevos, patatas y cebolla. Braz, al parecer, fue el inventor. Si no es así, nos mintió el camarero del café Monumental. Dejando atrás el faro, por la carretera que bordea la costa, atravesamos los pinares de la Mata Nacional das Dunas do Litoral de Vila Real de Santo António para tomar a los seis kilómetros el desvío a Praia Verde.
La vista, desde la elevación del aparcamiento, es espectacular, además de muy instructiva para el ojo español, pues hacia poniente se extiende un interminable arenal —playas de Alagoa y Manta Rota— en el que las pocas urbanizaciones que hay, han respetado, no ya sólo la primera línea, sino las dunas que se yerguen a continuación, tapizadas de retamas blancas y pinos piñoneros. Cuando un constructor de los nuestros —por no hablar de los alcaldes y concejales que se han cubierto bien el riñón trapicheando hasta con el último palmo del litoral mediterráneo— vea semejante desperdicio, se le deben de poner los dientes como a un tigre sable.
INDISPENSABLE. Otra parada obligada, poco más adelante, es Cacela Velha. Esta aldea de postal está encaramada, con su iglesuela del siglo XII y su fuerte poligonal del XVII, en un altozano desde el que se domina, a vista de gaviota, el extremo oriental del parque natural da Ria Formosa, una sucesión de istmos y larguiruchas islas arenosas que discurre paralela a la costa a lo largo de 50 kilómetros, hasta la península de Ançao, cerca de Faro, formando un laberinto de agua, canales, caños, esteros, dunas y playas de 18.000 hectáreas. Pasear al atardecer hasta la vecina Fábrica, viendo cómo los mariscadores se reparten el pastel de la bajamar con los charrancitos y los ostreros, es una felicidad que no cuesta nada.
A la Ria Formosa también se asoma la venerable Tavira, que es la última estación de nuestra ruta, mas la primera en belleza monumental. A pesar de que fue muy castigada por el terremoto de Lisboa (este brutal seísmo de 1755 es como la invasión napoleónica en España, que se le echa la culpa de todas las ruinas), la ciudad conserva en pie nada menos que 37 iglesias, entre las que destacan la de Santa María do Castelo, donde descansan los siete caballeros que, según la leyenda, reconquistaron la ciudad; la de la Misericordia, del siglo XVI, uno de los más bellos ejemplares del Renacimiento en el Algarve; y la de las Ondas, que, como puede deducirse por su nombre, es la favorita de los hombres del mar.
Arriba, al cabo de todas las callejuelas y costanillas, están los restos del castillo que mandó edificar D. Dinis en el siglo XIII; abajo, sobre el río Gilao, el puente romano por el que pasaba la calzada de Faro a Mértola. Y afuera, abrazada por el océano, ilha de Tavira, 12 kilómetros de ínsula playera a la que nos arrimamos en barco, pensando que, después de tanto buscarlo, resulta que el paraíso terrenal estaba ahí al lado, allende el Guadiana.
El primer pueblo que aparece nada más cruzar el puente tiene un nombre muy bien puesto, bonito a la par que informativo: Castro Marim. Lo de Castro es por el castillo que mandó construir en lo más alto el rey D. Alfonso III a mediados del siglo XIII, no más arrebatarle el lugar a los moros; una fortaleza de piedra negruzca, donde el salitre dibuja los más imaginativos arabescos, que jugó un importante papel en la defensa contra Castilla y los piratas norteafricanos, así como en los viajes de los primeros descubridores —aquí residió, siendo gobernador de la Orden de Cristo, D. Enrique el Navegante—. Desde sus murallas —y con esto, se explica la segunda parte del nombre— se dominan las marismas del Sapal de Castro Marim e Vila Real de Santo António, una reserva natural que se extiende sobre más de 2.000 hectáreas del estuario del Guadiana y que es de buena querencia de multitud de aves, señaladamente espátulas y flamencos. Casi la tercera parte de este espacio está consagrado a la extracción de sal, una labor que, aunque muy mecanizada en los últimos tiempos, todavía puede dejar en la retina del pasmado viajero la imagen de los acarreadores en camiseta de tirantes, cruzando los canales a través de cimbreantes tablones, con capachos rebosantes de sal sobre las cabezas.
Blancas como la sal son las casas que se acurrucan al pie del castillo, y esas chimeneas que, más que a alminares, como insisten las guías, nos recuerdan a farolillos de papiroflexia. Blancas, las ruas empedradas. Blanca, la Praça 1º de Maio, con su escalinata y su iglesia dieciochesca, coronada por una elegante cúpula, de Nossa Señora dos Mártires. Aquí y allá, sin embargo, asoma la pincelada azul en un friso, disiente una fachada naranja, revienta la cochambre multicolor de un comercio…, y la impresión que todo esto crea, junto con el castillo aproado hacia el océano, es la de estar en una colonia tropical, a miles de kilómetros del rancio solar ibérico. Si a nosotros, que somos vecinos, Castro Marim nos parece exótico, imagínense a los ingleses que abarrotan la explanada que hay a la entrada del pueblo con sus autocaravanas y sus bicicletas, un medio de locomoción éste, dicho sea de paso, idóneo para moverse por el nada abrupto litoral.
PUERTOS PESQUEROS. A cuatro kilómetros de Castro Marim se alza Vila Real de Santo António, una población grandecita que fue fundada en 1774 por el ilustrado marqués de Pombal, de ahí sus calles rectilíneas, como trazadas a cordel. Decidido a convertir el nuevo enclave en uno de los puertos pesqueros más importantes del país, el ministro de José I no se anduvo con chiquitas, y en cuanto tomó forma esta villa cuadriculada, mandó quemar el vecino lugar de Monte Gordo y trasladar aquí a sus habitantes. Todo muy razonable, como se ve.
Vila Real, agradecida, le ha dedicado al marqués de Pombal la plaza principal, la más luminosa y monumental, con su obelisco, sus tejados tesoro —estilo pagoda— y su curioso empedrado blanco y negro que irradia del centro dando pie a las más insólitas perspectivas fotográficas. Aquí, y en las calles aledañas, hay varios restaurantes con hermosas terrazas, donde nos estaríamos toda la vida probando distintos platos de bacalao, a cual más suculento y a unos precios del siglo pasado en España. Por cierto, que el bacalao a braz no es a la brasa, sino revuelto con huevos, patatas y cebolla. Braz, al parecer, fue el inventor. Si no es así, nos mintió el camarero del café Monumental. Dejando atrás el faro, por la carretera que bordea la costa, atravesamos los pinares de la Mata Nacional das Dunas do Litoral de Vila Real de Santo António para tomar a los seis kilómetros el desvío a Praia Verde.
La vista, desde la elevación del aparcamiento, es espectacular, además de muy instructiva para el ojo español, pues hacia poniente se extiende un interminable arenal —playas de Alagoa y Manta Rota— en el que las pocas urbanizaciones que hay, han respetado, no ya sólo la primera línea, sino las dunas que se yerguen a continuación, tapizadas de retamas blancas y pinos piñoneros. Cuando un constructor de los nuestros —por no hablar de los alcaldes y concejales que se han cubierto bien el riñón trapicheando hasta con el último palmo del litoral mediterráneo— vea semejante desperdicio, se le deben de poner los dientes como a un tigre sable.
INDISPENSABLE. Otra parada obligada, poco más adelante, es Cacela Velha. Esta aldea de postal está encaramada, con su iglesuela del siglo XII y su fuerte poligonal del XVII, en un altozano desde el que se domina, a vista de gaviota, el extremo oriental del parque natural da Ria Formosa, una sucesión de istmos y larguiruchas islas arenosas que discurre paralela a la costa a lo largo de 50 kilómetros, hasta la península de Ançao, cerca de Faro, formando un laberinto de agua, canales, caños, esteros, dunas y playas de 18.000 hectáreas. Pasear al atardecer hasta la vecina Fábrica, viendo cómo los mariscadores se reparten el pastel de la bajamar con los charrancitos y los ostreros, es una felicidad que no cuesta nada.
A la Ria Formosa también se asoma la venerable Tavira, que es la última estación de nuestra ruta, mas la primera en belleza monumental. A pesar de que fue muy castigada por el terremoto de Lisboa (este brutal seísmo de 1755 es como la invasión napoleónica en España, que se le echa la culpa de todas las ruinas), la ciudad conserva en pie nada menos que 37 iglesias, entre las que destacan la de Santa María do Castelo, donde descansan los siete caballeros que, según la leyenda, reconquistaron la ciudad; la de la Misericordia, del siglo XVI, uno de los más bellos ejemplares del Renacimiento en el Algarve; y la de las Ondas, que, como puede deducirse por su nombre, es la favorita de los hombres del mar.
Arriba, al cabo de todas las callejuelas y costanillas, están los restos del castillo que mandó edificar D. Dinis en el siglo XIII; abajo, sobre el río Gilao, el puente romano por el que pasaba la calzada de Faro a Mértola. Y afuera, abrazada por el océano, ilha de Tavira, 12 kilómetros de ínsula playera a la que nos arrimamos en barco, pensando que, después de tanto buscarlo, resulta que el paraíso terrenal estaba ahí al lado, allende el Guadiana.
EL CAMALEÓN...
... el hijo adoptivo del Algarve. Uno de los habitantes más famosos del Algarve y, sin embargo, menos vistos, es el camaleón. Este maestro del camuflaje, presente en toda la franja costera que se extiende desde el río Guadiana hasta Quarteira —70 kilómetros—, es el animal más emblemático de la Mata Nacional das Dunas do Litoral de Vila Real de Santo António, donde se mueve a cámara lenta por los pinares, los retamares e incluso las dunas de las playas y las islas arenosas. Curiosamente, no es un algarveño de pura cepa, sino adoptado. Apareció en la zona en los años 20 del pasado siglo, cuando los pescadores del Algarve lo trajeron por diversión del sur de España y Marruecos. Ésa es, precisamente, una de las mayores amenazas para esta especie: la gente que captura camaleones, ignorando sin duda que no pueden vivir más de un mes en cautividad. Otro gran peligro son los atropellos durante la reproducción, pues la época de mayor actividad sexual coincide con las vacaciones veraniegas. Su visión estereoscópica (capacidad de mirar a dos sitios distintos al mismo tiempo) parece ser que no le resulta de mucha ayuda en estos ajetreados momentos.
... el hijo adoptivo del Algarve. Uno de los habitantes más famosos del Algarve y, sin embargo, menos vistos, es el camaleón. Este maestro del camuflaje, presente en toda la franja costera que se extiende desde el río Guadiana hasta Quarteira —70 kilómetros—, es el animal más emblemático de la Mata Nacional das Dunas do Litoral de Vila Real de Santo António, donde se mueve a cámara lenta por los pinares, los retamares e incluso las dunas de las playas y las islas arenosas. Curiosamente, no es un algarveño de pura cepa, sino adoptado. Apareció en la zona en los años 20 del pasado siglo, cuando los pescadores del Algarve lo trajeron por diversión del sur de España y Marruecos. Ésa es, precisamente, una de las mayores amenazas para esta especie: la gente que captura camaleones, ignorando sin duda que no pueden vivir más de un mes en cautividad. Otro gran peligro son los atropellos durante la reproducción, pues la época de mayor actividad sexual coincide con las vacaciones veraniegas. Su visión estereoscópica (capacidad de mirar a dos sitios distintos al mismo tiempo) parece ser que no le resulta de mucha ayuda en estos ajetreados momentos.
Fuente: El Mundo, suplemento Viajes, abril 2006.
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